martes, 11 de diciembre de 2012

Madrid Capital de España

Se hace necesario ahora viajar al siglo XVI, a un hecho crucial para el devenir de Madrid y, en lo que aquí nos ocupa, para el devenir de su muralla, cual es la instalación definitiva de la Corte en la Villa de Madrid y su consiguiente conversión en la capital de España y, en aquella época, de las Españas. La afirmación anterior, por obvia que parezca, y lo es a rabiar, no deja de merecer alguna reflexión.

El segundo Felipe, bisnieto de los Reyes Católicos, tenía prácticamente afincada la corte en Toledo, aunque él venía mostrando una cierta preferencia por residir en Madrid como sus antepasados trastámaras. Parece que el Rey Prudente, tan escribidor él, no dejó ninguna pista de por qué consideró adecuado, en 1561, hacer de Madrid la capital de sus extensos reinos, de por qué la prefirió a Toledo, Valladolid o, incluso Lisboa, en el momento en que pudo serlo, teniendo al otro lado del charco tan amplios territorios que gobernar. Ni siquiera parece que dejara nada escrito sobre el propio traslado. Lo hizo, y basta.
A los efectos que aquí nos interesan, la capitalidad supone una explosión demográfica y urbanística que se tradujo en una rápida expansión de la ciudad. Baste decir que, si en 1546 los vecinos de Madrid eran unos 5.000, en sólo 25 años la cantidad se elevó a más de 25.000. Para darles acogida, ya que entonces no podían construirse torres de 50 plantas, hubo que rebasar los límites de la muralla en todas las direcciones, salvo hacia el oeste, ya que los desniveles del Campo del Moro y las Vistillas, suponían una solución de continuidad para los constructores. Además, el Alcázar seguía exigiendo cierto respeto y control.

La muralla, como se ha dicho, fue desapareciendo paulatinamente ya fuera por destrucción o por ocultación, pero su recinto interior quedó, en cierta medida “congelado”, con una sustitución de casas in situ, pero sin grandes transformaciones drásticas del trazado urbano, de forma tal que la estructura básica del plano de Texeira es perfectamente reconocible hoy, tal como hemos podido comprobar con algunos ejemplos.

Aquí se puede hacer un sencillo ejercicio de historia-ficción: imaginar qué habría sido de Madrid sin la decisión, ni explicada, ni explicitada de Felipe II. Pues seguramente habría seguido una evolución demográfica y urbanística lenta, que le habría permitido mantener mejor la muralla, que sería ahora un gran atractivo turístico como pasa con tantas otras ciudades amuralladas. Por el contrario, Toledo no tendría hoy muralla, y tal vez el Tajo habría sido desviado, o circundaría la ciudad bajo la To-30, que ahora estaría tratando de soterrar o de duplicar el alcalde toledano.

Esta acertada recreación de P.Schild podría haber sido la imagen de Madrid hasta el siglo XVIII o XIX, sin la capitalidad  
Pero lo cierto es que la elegida fue Madrid, y que fue Madrid la que sufrió en sus pétreas carnes una profunda crisis de crecimiento, crisis que por cierto no parece tener fin. Y fue durante su adolescencia, que trascurrió entre los siglos XV y XVI, cuando experimentó el cambio objeto de este documento, puesto que fue en estos siglos en los que coincidieron los dos hechos trascendentes a efectos de mi trabajo: la destrucción de la muralla y la construcción de las iglesias, conventos, palacios, edificios públicos y viviendas que exigía la nueva capitalidad.

No obstante, el traslado de la Corte a Madrid no parece que conmoviera inicialmente a la nobleza, fuertemente afincada en sus feudos de Toledo, Burgos, Valladolid u otras ciudades, o al menos no la conmovió tanto como para ponerse a construir palacios y residencias de cierta importancia. Tal vez no tenían entonces muy claro lo que era, o iba a ser, la Corte, o tal vez no se tomaron muy en serio la designación de Madrid, ya que la competencia de Valladolid y otras ciudades les parecería difícilmente superable. A lo que parece, el impulso constructor se restringió a pocos casos, en general, en la periferia del centro urbano, como son los casos de la Casa de las Siete Chimeneas o la Casa de Campo de Antonio Pérez en el camino de Atocha.

Al contrario que la nobleza, las órdenes religiosas sí que apreciaron una oportunidad en la nueva capital y se lanzaron desde el principio a fundar conventos y monasterios, hasta el punto que hubo que refrenar, por ley, sus afanes fundacionales, limitando el número de órdenes que podían instalarse.

Tras el impulso inicial de Felipe II, fueron su hijo Felipe III y sobre todo su nieto, Felipe IV, los artífices de la primera gran transformación de Madrid, casi definitiva en lo que al Madrid de los Austrias se refiere, embelleciéndola de la mano de arquitectos como Antonio Sillero, Juan Ruiz, Francisco de Mora y, sobre todo, de su sobrino Juan Gómez de Mora (1586-1648), arquitecto del barroco castellano, heredero de los postulados de Herrera, y creador o consolidador del “estilo Austria”, sencillo y austero, en cuya ornamentación juega un papel primordial el pedernal reciclado.

Don Eugenio D’Ors describe el estilo Austria como el compuesto por:“el popular ladrillo y el señorial granito de la sillería, ambos coronados por la majestad real de la pizarra”. La descripción es hermosa, aunque resulta evidente que don Eugenio, confunde o simplifica el componente de la sillería, entre los que desde luego está el granito, pero también y de forma muy destacada, el pedernal.

Es, además, con esta dinastía con la que Madrid vive su gran crecimiento económico y el gran desarrollo cultural del Siglo de Oro español, con monstruos literarios como Cervantes, Lope, Quevedo, Góngora o Calderón y con pintores como Velázquez. 

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